27 de febrero de 2009

De la tierra

Han sido días muy extraños, en el norte del mundo, al sur de la frontera. Hay gente que se va y gente nueva que llega. Hay gente que muere sin razón.

He perdido, de una u otra forma a las personas que más me importan, unos mueren y otros se van, todos me han abandonado. No me ha quedado más remedio que sobrevivir como pueda, trabajar arduamente para poder comer. No me puedo ir, ¿quién visitará y honarará a mis muertos si no estoy yo? ¿en quién recaerá la culpa acumulada por tantas generaciones? No, no me puedo ir.

Ayer se fue el último de los que he amado. Llegó un viajero de paso y de alguna forma logró convencerlo que nos llevara a ambos. Pero yo no me puedo ir. Intentó convencerme entonces a mí, por todos los medios, dulcemente y con violencia, pero no. No he podido dirigir ni mis pasos ni mis pensamientos fuera de este lugar. Así que permanecí en mi lugar, mientras le observaba alejarse, mientras le observaba mirarme, con esos ojos tristes tan suyos, tan míos. Y mientras se alejaba un pensamiento cruzó mi mente. No fue que él regresaría, tampoco que debí haberme ido con él. Ni siquiera fue el no saber qué comería ese día. Fue que volvería a encontrarle mucho tiempo después, al otro lado del mundo, lejos de la frontera que ha definido nuestras vidas, y con más vehemencia, nuestras muertes. Y cuando le perdí de vista a la vuelta del camino ya no tuve dudas, nos volveríamos a encontrar, y entonces sí estaría libre para amarle sin reservas.

Esa noche dormí en el cementerio, entre mis antepasados, entre los que no he podido dejar en estos días extraños. Tal vez los podré dejar cuando los días ya no sean extraños, cuando no exista razón alguna para dejar este lugar. Pero mientras, mis sueños vagaron libres entre los recuerdos atrapados bajo tierra, mientras mi cuerpo yacía sobre las tumbas recién ocupadas. Esa noche dormí en paz, dormí segura. Me sentía a gusto y confiada en mi nueva soledad. Eso era, estaba sola. Estoy sola y sueño. Sueño entre los restos de mi historia.

Al amanecer, uno de los hombres que habían llegado en esos días se encontraba sentado frente a mí, observándome. Yo aún vagaba entre mis sueños y no comprendí que me hablaba, hasta que dejó de hacerlo. Y me fijé en sus ojos. No eran tristes, como los del amor que había dejado ir. Tampoco eran alegres. No me han gustado nunca los ojos alegres pues me parece que esconden algo, que saben algo de la vida que yo desconozco. No, aquellos ojos eran profundos. Si acaso te descuidabas corrías el riesgo de perderte en ellos y no regresar jamás. En ese momento, en el que por vez primera me perdía en sus ojos, resultó que me encontré a mí misma observándome de vuelta. Y le pregunté su nombre.

El nombre es lo de menos ahora. Mis sueños vagaron junto a los tuyos y los de tus muertos, y me llamabas. Y vine a decirte que estoy dispuesto a acompañarte, en el camino que has de emprender ahora.

Y mientras lo escuchaba hablar, casi lamenté el hecho que no hubiese camino frente a mis pies. Como si leyera mis pensamientos, me dijo que la mayor parte de las veces en nuestra vida, el camino no se recorre con los pies, pero que en algún momento se vuelve indispensable echar a andar.

Ya te llegará ese momento. Mientras tanto permanecerás aquí... y yo permaneceré contigo.

21 de febrero de 2009

Cartas que nunca escribí

En el arte perdido de las cartas, ¿qué recuerdo haber escrito?

Mucho, muchísimo. De amistad, a aquellas y aquellos amigos importantes, y los que no lo fueron tanto, y de amor, aquellos primeros esbozos de enamoramiento, que usualmente no duraban más de un mes. De alegría y buenas noticias, porque quién no tiene algo bueno que contar en su vida. De dolor y reclamo, a quien me hizo daño, fuera un amigo, antiguo amigo, o a aquel dios en el que aún creía y que se había llevado algo mío.

Y recuerdo también aquellas cartas a mí misma, para recordarme sueños y sucesos, para dejarme evidencias que me ayudaran a no olvidar (la última de ellas tiene fecha de ayer...).

En fin, que las cartas que he escrito han marcado un momento preciso de mi historia y de la historia de los que conmigo han recorrido parte de los caminos evasivos del destino. Y puesto que también lo que he imaginado y lo que he divagado forman parte de mí y de mi historia, las cartas que he escrito y la que voy a escribir (el arte perdido aún vive en mí), no siempre han de tener sentido (y he de agradecer al caos por ser parte vital de mi mundo). Así que a aquellos que piensen poder descubrirme en mis palabras... buena suerte, que yo aún sigo en el intento.

Pero hace no mucho tiempo una frase quedó grabada en mi conciencia: cartas que nunca escribí. Y me puse a pensar que, lo que sucede conmigo y las cartas que nunca escribí, es que la mayoría de ellas sí las escribí...

De ellas, algunas las entregué a su destinatario final, otras las entregué a intermediarios, unas más las reduje a cenizas y otras acabaron como rompecabezas al fondo del bote de la basura. Y he de decir que algunas otras aún se encuentran por los rincones de mi caótico dormitorio como recordatorio de algún lapso de cobardía no admitida.

Pero hubo unas, algunas, que ciertamente, nunca escribí.

¿Y qué recuerdo no haber escrito?

Bueno, por algo nunca las escribí. Y no voy a empezar ahora.