21 de febrero de 2009

Cartas que nunca escribí

En el arte perdido de las cartas, ¿qué recuerdo haber escrito?

Mucho, muchísimo. De amistad, a aquellas y aquellos amigos importantes, y los que no lo fueron tanto, y de amor, aquellos primeros esbozos de enamoramiento, que usualmente no duraban más de un mes. De alegría y buenas noticias, porque quién no tiene algo bueno que contar en su vida. De dolor y reclamo, a quien me hizo daño, fuera un amigo, antiguo amigo, o a aquel dios en el que aún creía y que se había llevado algo mío.

Y recuerdo también aquellas cartas a mí misma, para recordarme sueños y sucesos, para dejarme evidencias que me ayudaran a no olvidar (la última de ellas tiene fecha de ayer...).

En fin, que las cartas que he escrito han marcado un momento preciso de mi historia y de la historia de los que conmigo han recorrido parte de los caminos evasivos del destino. Y puesto que también lo que he imaginado y lo que he divagado forman parte de mí y de mi historia, las cartas que he escrito y la que voy a escribir (el arte perdido aún vive en mí), no siempre han de tener sentido (y he de agradecer al caos por ser parte vital de mi mundo). Así que a aquellos que piensen poder descubrirme en mis palabras... buena suerte, que yo aún sigo en el intento.

Pero hace no mucho tiempo una frase quedó grabada en mi conciencia: cartas que nunca escribí. Y me puse a pensar que, lo que sucede conmigo y las cartas que nunca escribí, es que la mayoría de ellas sí las escribí...

De ellas, algunas las entregué a su destinatario final, otras las entregué a intermediarios, unas más las reduje a cenizas y otras acabaron como rompecabezas al fondo del bote de la basura. Y he de decir que algunas otras aún se encuentran por los rincones de mi caótico dormitorio como recordatorio de algún lapso de cobardía no admitida.

Pero hubo unas, algunas, que ciertamente, nunca escribí.

¿Y qué recuerdo no haber escrito?

Bueno, por algo nunca las escribí. Y no voy a empezar ahora.

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