26 de noviembre de 2009

Palabra

Busco una palabra en el diccionario polvoso de mi subconciencia. Es una palabra mágica, que iluminó los días más oscuros de mi infancia. Repaso volúmenes enteros de recuerdos, los que se encuentran a la mano, recuerdos felices, recuerdos dolorosos, pero que están siempre presentes. En mis historias y en la historia de la familia. Esas anécdotas que se cuentan en las reuniones, y cuando algún amigo quiere descubrir alguno de los más vergonzosos secretos de cuando aún no era quien soy ahora.

Pero la palabra que busco no está en ediciones ligeras, recuerdos para salir del paso. Tengo que adentrarme un poco más, romper las cadenas que la mente temerosa ha puesto por voluntad propia. Ediciones pesadas, en pasta dura, imposibles de mover. Bajo las cuales seguro existen recuerdos que prefieren no ver jamás la luz del día. Ni de la noche.

Tal vez estoy en la sección equivocada. No es sólo un recuerdo. Tal vez sea un invento. De esos inventos que inventan los niños solitarios, que se encuentran aburridos de leer siempre las mismas palabras en los mismos libros de texto escolares. Que han sido reprendidos por asaltar libreros ajenos con lecturas que exaltan imaginaciones no controlables. Ni a esa edad ni nunca. Libros que desaparecieron misteriosamente, dejando espacios que se cubrieron de polvo con el paso de los años.

No sé. O quizá fue una palabra inventada por una madre preocupada por las pesadillas recurrentes que entraban por la ventana para espantar los dulces sueños que deben soñar las niñas que se portan bien. Horas y horas robadas al sueño para adormecer a una pequeña que no quería volver jamás al país de los sueños porque era siempre donde los peores temores se cumplían. Y se repetían. Algo tuvo que inventar para hacerme dormir de nuevo. Algo tuve que creer para convencerme que nadie quería robarme la vida mientras dormía. Ni mis juguetes.

O fue una palabra en un idioma extraño, que la primera amiga que tuve en el mundo me dijo para que nunca la olvidara. Y aún no la olvido. Once vidas he vivido desde entonces, y aún nos veo luz y sombra, mano con mano recorriendo los pasillos de la escuela aquél último día de despedida, de ese país extraño que nos quería pero no nos quería dentro de sus fronteras. O frontera, porque en realidad sólo tiene una, hacia el sur maldito que le da de comer, que le limpia sus casas, que educa a sus hijos. Que ahora hablan también mi idioma.

Palabra. Magia. Palabra mágica.

¿Qué fue de tí? ¿Dónde te escondes?

A B C D ...

W X Y Z

Mi diccionario no me da ninguna respuesta. Ni mi conciencia.

Y la subconciencia me ha pedido que la deje tranquila.

Así que tendré que pedirte que te inventes una nueva palabra, para tí, para mí, para el recuerdo... y me la dejes envuelta bajo la almohada cuando sea la hora en que debas marcharte.

9 de noviembre de 2009

Ausencia

Y no sé que hacer.

Te observo y la tarde cae. Hojas que escapan del árbol que las ha cuidado todo el verano.

¿Te hablo? ¿callo? ¿me escondo? ¿grito?

Una fotografía me dice que aún no te has ido, que tu cuerpo sigue conmigo. Pero el eco de esta habitación no miente, tu presencia es ausencia, silencio que rebota en estas cuatro paredes y taladra cada uno de mis sentidos. Y juego a cerrar los ojos, a darte la espalda. A dejar de respirar.

Uno, dos, tres, diez, veinte...

¡Aire!

Si es que suspiras, me robas el alma.

Me miras sin mirarme. Ya es de noche. Te desvaneces en la oscuridad y el viento que sopla ahí afuera, en la ciudad que impaciente espera que abras la puerta y te marches.

Miro la fotografía. No estás más ahí.

Han pasado los años. Tu ausencia es presencia en mis recuerdos. Y no sé que hacer.

Sólo puedo extrañarte.

Y dejarte una rosa donde descansan tus cenizas.

Cuando vuelva a casa... algún día.